¿Quién puede querer asesinar a un músico?
Stradella y Leclair, dos compositores barrocos, fueron apuñalados.
El primero se empeñó durante años en acumular enemigos poderosos.
El crimen del segundo aún no se ha resuelto.
¿Quién puede querer asesinar a un músico?
A un músico bueno, se entiende, no a un perpetrador de serenatas nocturnas de esas con las que se pretende requerir de amores a una mujer que saldrá corriendo en cuanto perciba las disonancias interpretativas.
Un músico, un creador de belleza inasible, el artista que ha puesto la banda sonora de nuestras vidas…
Pues sí, hay quien quiere matar a un compositor.
No piensen en campos de concentración o gulags: allí murieron compositores, escritores, fontaneros, abogados, torneros y administradores de fincas.
No se trata de eso: hablamos de asesinatos a personas concretas, no masacres de grupos por razón de su etnia, su ideología política o el capricho del dictador de turno.
Hablamos de coger un puñal y clavarlo en el pecho de un compositor concreto, autor de unas obras que están ahí.
O de encargar a unos sicarios que terminen con la vida de esa persona a cambio de una bolsa de monedas.
Tampoco muchas, que la vida de un músico nunca ha valido demasiado, y en el barroco menos.
La Historia de la Música registra los asesinatos de dos grandes compositores, muy conocidos en su tiempo aunque hoy un tanto olvidados salvo para los aficionados más expertos.
Dos casos distintos pero unidos por elementos comunes: su pertenencia a la misma corriente compositiva y la novela que se puede construir alrededor de la muerte de ambos.
El primero de esos asesinatos fue el de Alessandro Stradella.
Es sabido que Gabriel García Márquez se inspiró en una historia real, ocurrida en su país, para escribir la novela ‘Crónica de una muerte anunciada’.
Pero el título sirve a la perfección para contar lo sucedido con Stradella.
Dicho de otra forma: ofendió, estafó, engañó y humilló a tantos poderosos de su tiempo que tenía que saber que alguno de ellos se tomaría cumplida venganza.
Stradella lo tenía todo para haber vivido sin trabajar, dedicándose a la música como un diletante, sin crearse problemas.
Nacido en Nepi, en el seno de una familia aristocrática, estudió en Bolonia y no había cumplido aún los 20 años cuando recibió un encargo de la reina Cristina de Suecia.
Se sabe que tocaba el laúd y el violín y que escribía versos galantes en latín.
Sumen esas habilidades a su fortuna y sus deseos de aventura y tendrán el retrato robot de un seductor de vida azarosa.
La vida azarosa cuando se tienen gustos refinados es cara, y a Stradella pronto se le acabaron las reservas.
Así que, entre cantata y cantata, se le ocurrió estafar al Vaticano en compañía de dos amigos.
Es conocido que los Papas han dispuesto siempre de magníficos servicios de información, de manera que Stradella fracasó en esa aventura y tuvo que dejar Roma durante una temporada.
Para entonces, su currículum amoroso era ya tan extenso como el catálogo de sus obras.
En el mismo, figuraban cantantes de los grupos que interpretaban sus piezas, criadas, jóvenes doncellas y esposas de ricos aristócratas de varias ciudades italianas.
En muchos casos, esas relaciones le supusieron la inquina de maridos engañados, padres ofendidos y hermanos con un estricto sentido del honor familiar.
Podrían haber formado un pequeño ejército con un solo enemigo.
En 1677 encontramos a Stradella en Venecia, amparado en la larga sombra artística de Monteverdi.
Un noble, quizá desinformado sobre el carácter de la persona que estaba metiendo en su palacio, lo contrató para que impartiera clase de música a su joven esposa.
Seguro que lo han imaginado.
Estaban todavía en las primeras lecciones y la joven y el compositor ya eran amantes.
La muchacha se enamoró de verdad del músico, tanto como para aceptar marchar con él a Turín.
La salida fue apresurada porque el aristócrata había descubierto lo que pasaba en casa y prometió matar al compositor.
No era una promesa vana.
Unos sicarios siguieron a la pareja hasta Turín y solo la ayuda del regente impidió, en un par de ocasiones, que consiguieran su objetivo.
Stradella fue entonces consciente de que se había salvado casi de milagro, así que abandonó a la mujer y se instaló en Génova.
Durante tres años, se dedicó a trabajar.
Compuso oratorios y serenatas, asistió a la representación de alguna de sus óperas y por supuesto persiguió a mujeres de toda condición… pero sin maridos celosos.
Hasta que un día conoció a una joven de la familia Lomellini, una de las más ricas e influyentes de la ciudad.
El músico bajó la guardia y se enredó con ella en otra historia de alto riesgo.
Esta vez no hubo regente que lo salvara.
Los Lomellini contrataron a un antiguo soldado que lo apuñaló hasta darle muerte cuando cruzaba la plaza Bianchi.
Tenía 42 años. Su historia da tanto juego que se han escrito varias óperas y alguna novela sobre la misma.
Ninguna ha gozado de un éxito equiparable al de su música en el tiempo que fue estrenada.
El misterio de Leclair
La historia de Jean-Marie Leclair es más sencilla pero contiene una dosis mayor de misterio porque no se conoce quién lo mató. Su vida da menos juego para una novela aunque este compositor francés nacido en Lyon en 1697 (quince años después del asesinato de Stradella) tenía un padre con un extraño sentido del humor.
Tanto que puso a dos de sus hijos varones el mismo nombre: Jean-Marie.
Para más confusión, el otro Jean-Marie también fue músico, de manera que en Francia, donde son más conocidos, se habla del joven y el viejo Leclair.
El que protagonizó un crimen sin resolución fue el viejo.
En realidad, hasta el día anterior a su muerte no hay nada especial en su biografía.
Nada diferente de lo vivido por cualquier otro compositor de su tiempo: estudios en Italia, violinista y profesor de éxito, algunos trabajos para nobles y reyes (entre ellos, Luis XV) y viajes por toda Europa (incluida Madrid, donde atendió encargos del infante don Felipe).
Los historiadores de la música creen que la mayor parte de su obra la escribió en un período de tiempo relativamente corto, pero la fue publicando poco a poco.
Casado en 1716, a los 19 años, con una bailarina, enviudó en 1728.
Contrajo matrimonio de nuevo, y en 1764, el año de su muerte, estaba divorciado.
En ese momento, Leclair vivía en un barrio parisino donde la criminalidad era notable. Una noche, el compositor estuvo jugando al billar con un amigo.
Fue la última persona que lo vio con vida.
Por la mañana, el jardinero se sorprendió al hallar el sombrero del músico entre las flores.
Leclair estaba tirado en el vestíbulo de la casa, muerto en medio de un charco de sangre. Había sido apuñalado.
La Policía sospechó de tres personas: el jardinero (cualquier seguidor de series policiales sabe que quien descubre un crimen es siempre el primer candidato a autor del mismo); su exmujer, que era también la editora de sus partituras, y un sobrino con quien tenía una mala relación.
Nunca pudieron pasar de las sospechas y nadie fue acusado del crimen.
Y ahora, pregúntense de nuevo: ¿quién puede querer matar a un músico?
Autor: César Coca
Los PePineros de gurtelandia , los odian , porque sino creéis que cerraron el conservatorio profesional , aparte de para incentivar las conferencias taurinas
No sé, hay ‘artistas’ muy ‘mala gente’.
LA ENVIDIA
otro músico, desde luego,