Jordi Savall: pasión, cuerda y melodía

Jordi Savall: pasión, cuerda y melodía

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Jordi Savall, el mejor violagambista del mundo, es un hispanista cultural de primera, como muestran sus romances de El Quijote, su aproximación a las músicas del tiempo de la reina Isabel I o la celebración del V Centenario del descubrimiento de América.

Es un buscador del Siglo de Oro, cabreado con la España oficial –por ninguna interdependencia, que yo sepa–, pero también entregado (sobretodo) a sus ricas tradiciones.

Lleva casi medio siglo recuperando músicas del pasado o, mejor dicho, convirtiendo el pasado en presente a través del instrumento y la melodía.

Es de los que valen por encima de sus aduladores.

Charles Rosen recuerda que cuando él era niño, los diarios de Nueva York echaban pestes de cada nueva entrega de Ígor Stravinski, a pesar de que todo el mundo sabía que era el compositor​ vivo más grande.

Rosen culpa naturalmente a los críticos a los que crucifica con un ejemplo de Paderwski: “cuando yo no practico un día, se dan cuenta mis dedos; cuando no practico dos días, se dan cuenta mis amigos; cuando no practico tres días, se da cuenta todo el mundo, pero hasta que no practico cuatro días no se dan cuenta los críticos.

Aparentemente, la anécdota no pega con el espíritu sosegado de Jordi Savall, amante del dialogo sereno frente al estallido, pero extremadamente riguroso con la estética, como amante del canto recóndito de las Sibilas a las que recoge dentro de su obra.

En música se dan estos atributos mágicos, que no son nada propios de magos sino de estudiosos y practicantes hasta el infinito.

Al no aceptar el premio Nacional de Música, Savall (¿exagerado no?) demostró su profunda indignación por la política cultural del país y se permitió hacer frente al difícil exministro Wert porque como instrumentista, director y compositor ha obtenido las más altas distinciones en Francia, Alemania, Austria y otros países por su dedicación a la música antigua.

Savall pasa desapercibido, pero su música siempre está ahí.

Bucea durante décadas en la cuerda del XVI y, cuando menos te lo esperas, te envía una andanada de belleza como los óleos vaporosos de Murillo que tanto nos sirven para identificar el estilo de un tiempo.

En la España de Felipe II se popularizó el cántico delicadísimo de vihuela de Diego de Pisarro o Antonio de Cabezón y detrás de ellos una larga lista de músicos rastreados en su momento por el afán investigador de Américo Castro, que se basó en la guía parnasiana de Francisco de la Torre.

Es así cómo, desde el mismo corazón del Barroco, llegaron las letras, las evocaciones de la palabra, a menudo nacidas de Cervantes cuando exprimía el idealismo de Alonso Quijano y su dama pretendida, Dulcinea, frente a la mirada lapidaria, casi iracunda, del escudero, Sancho, tratando de limitar los efluvios del Caballero de la Triste Figura por una simple campesina, poco agraciada.

¿Pero y la música?

¿Cómo recrear un tiempo sin escuchar sus melodías?

¿Cómo conocer España sin el minueto de Boccherini en la Corte mucho más cercana de Carlos III, el monarca reformista, culto y melómano?

Pues así es como se engrandece el trabajo impagable de Savall en el país de los Austrias o en los tiempos de Alfonso X, el Sabio.

De entre los citados, añadiendo a compositores del Barroco (casi desconocidos como no sea en los auditorios académicos), el estilo de Bartolomé Escobedo, Cristóbal de Morales, Francisco Guerrero o Tomás Luis de Vitoria, sale Savall.

Casi siempre en silencio y alejado del tumulto, este gran músico habla a través de la cuerda.

Utiliza el lenguaje de la pasión cuando se cruza con la melodía.

Él no lo aceptaría, pero pertenece a la tradición anti-sinfónica que tan bien expresada quedó en la anécdota de Claude Debussy, cuando en plena interpretación de una sinfonía dijo ”ahora que hemos entrado en el desarrollo, puedo salir y fumarme un cigarrillo”.

Beethoven despertó tanta ansiedad destructiva como Mozart, pero el genio de Salzburgo está eternamente perdonado por su grandeza emparentada con su espíritu itinerante.

Beethoven lo estaría si se hubiese conservado el friso inmenso de Gustav Klimt expuesto y desmontado en la Künstlerhaus vienesa donde se fundó la unión de artistas conocida como la Secesión, al final del XIX..

Escrito por Josep Maria Cortés | cronicaglobal.elespanol.com

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