Gabrielli y Scarlatti: los primeros pasos de la independencia del violonchelo
La chelista Guadalupe López Íñiguez ha elegido para su primera grabación la obra de Domenico Gabrielli y Alessandro Scarlatti.
Según su propio testimonio, son dos figuras con las que estableció una conexión cultural cuando estudiaba violonchelo y, de alguna forma, contribuyeron a construir su identidad musical.
Es por ello que nos encontramos ante un exquisito trabajo en el que la intérprete rinde un sincero homenaje a sus orígenes profesionales, cuando comenzó a adentrarse en el terreno de la música antigua, e intenta establecer un puente entre el rigor artístico de recrear un pasado histórico y una aproximación emocional a las partituras en cuestión.
Por añadidura, López nos propone un viaje en el tiempo, aunque, a fin de cuentas, todo disco de música antigua lo es.
En su caso, ella ha elegido trasladarnos a los comienzos del violonchelo, cuando el instrumento comenzaba tímidamente a robarle parte del protagonismo a su hermano, el popular violín, en la segunda mitad del siglo XVII.
Y no es, por tanto, casualidad la selección de los dos nombres que firman las piezas de este trabajo.
Domenico Gabrielli es probablemente el autor de las sonatas para chelo más antiguas que se conocen.
Por su parte, a pesar de que Alessandro Scarlatti es sobre todo recordado por su música vocal, es conocida la atracción que sentía hacia este instrumento, al que dedicó también piezas instrumentales.
Guadalupe López es especialista en psicología educativa de la música y trabaja actualmente de profesora adjunta de educación musical en la Academia Sibelius, una institución de enseñanza superior de música finlandesa.
Como intérprete tiene ya una larga experiencia como solista, habiendo actuado en numerosos festivales, y también toca ocasionalmente con la Helsinki Baroque Orchestra.
El trabajo del que hablamos presenta tres sonatas para violonchelo y bajo continuo de cada uno de los compositores, además de varios ricercares y un canon para dos chelos de Gabrielli.
El violín comienza a cobrar importancia en la música hacia 1600 y su timbre agudo le convierte en el instrumento protagonista idóneo para las sonatas y las sonatas a trío, mientras que el violonchelo, a veces referido como violín bajo, es relegado al principio a funciones de acompañamiento.
Se trata de un instrumento que recibe numerosos nombres a lo largo del siglo XVII, como apunta Stephen Bonta (From Viol one to Violoncello: A Question of Strings, 1977), ya que puede aparecer denominado como bassetto, bassetto di viola, basso da brazzo, basso di viola, violetta, violone y violone da brazzo, hasta la segunda mitad del periodo, en que empieza a conocerse como violoncino y violoncello.
Y no es hasta la segunda mitad del siglo XVII en que comienzan a componerse piezas para chelo solo, y este fenómeno tiene su origen en el norte de Italia, en concreto en Módena y Bolonia.
En la década de 1680 comienzan a aparecer partituras para este instrumento y, en concreto, la música más antigua que se conoce es una colección de doce ricercares sin acompañamiento publicadas en 1687 por Giovanni Battista Degli Antoni.
Dos años después salen a la luz dos manuscritos de Domenico Gabrielli que contienen siete ricercares, un canon para dos chelos y dos sonatas.
Entre 1695 y 1697, Giuseppe Jacchini publica en Módena cuatro sonatas para violonchelo y continuo.
El desarrollo de música en la que el violonchelo adquiere un protagonismo que antes no había alcanzado tiene su porqué en ese momento y en ese lugar.
Gregory Hamilton (The origins of solo cello literature and performance, 1984) lo atribuye a dos factores esenciales: la aparición en el norte de Italia de la primera generación de verdaderos chelistas, que incluiría los nombres arriba mencionados y algunos otros, y, también, la innovación que supuso combinar alambre metálico con las cuerdas de tripa, lo que dio lugar a cuerdas más cortas y delgadas que permitieron un sonido más fuerte.
Sobre el primer aspecto, el surgimiento de una escuela de violonchelistas en Módena y Bolonia, podemos citar los siguientes nombres: Giovanni Battista Vitali, Domenico Galli, Petronio Franceschini, Attilio Ariosti, Antonio y Giovanni Bononcini, Evaristo Felice Dall’Abaco, Pietro Paolo Laurenti y Angelo Maria Fiore.
En relación con el instrumento en sí, el chelo barroco, cuya evolución no se produce hasta finales del siglo XVIII, guarda ciertas diferencias con el moderno.
El ángulo del cuello era más recto, casi paralelo con el instrumento.
Esto creaba un menor ángulo en el mástil en relación con el cuerpo e implicaba una menor altura del puente.
Comparado con el actual, aquel violonchelo barroco presentaba menor capacidad de tensión de las cuerdas y un sonido más fino
Todos estos aspectos creaban un sonido más suave, cálido y redondo, que Mark Vanscheeuwijck (The Baroque Cello and Its Performance, 1996) define de una forma muy gráfica:
“Yo personalmente asocio el sonido del chelo barroco al cálido brillo de la luz de una candela, y aquella del chelo moderno al claro y más enfocado destello de la luz eléctrica. Los dos son igualmente bellos a su manera y cuando son utilizados en el contexto adecuado, pero son diferentes.”
Guadalupe López Íñiguez ha querido recrear con su trabajo esas primeras composiciones en las que el violonchelo asumía un protagonismo y emulaba la independencia solista del violín. Y eso le lleva hasta Domenico Gabrielli.
Gabrielli fue uno de esos pioneros de la élite de chelistas que trabajó en Bolonia en la segunda mitad del siglo XVII, siendo alumno, entre otros, de Francheschini y Vitali, dos de los precursores de la técnica del instrumento.
También estudió composición en Venecia con Giovanni Legrenzi.
Tuvo la fortuna de interpretar en dos de las más relevantes instituciones musicales del momento, la Accademia Filarmonica, de la que se convirtió en presidente en 1683, y la orquesta de la basílica de San Petronio.
Esta última fue definida por su arquitecto Andrea Manfredi como “la mayor iglesia de la Cristiandad”, y como medida de su imponencia como templo, destacar el hecho de que disponía de un espacio para orquesta, que podía albergar entre diez y veinte músicos.
Su destreza con el instrumento le valió el sobrenombre de Winghino dal violoncello o Domenico del violonchelo.
Domenico Gabrielli tiene en su haber las primeras composiciones exclusivamente para chelo, cuando la mayoría de los músicos de la época empleaban el instrumento solamente en el continuo.
Él también lo utilizó como acompañamiento en óperas y otras obras vocales, y también lo incluye en sus sonatas. Pero también examinó las posibilidades expresivas del cordófono en solitario con sus ricercares, las siete que compuso en 1689, que están todas incluidas en el disco de Guadalupe López, objeto de estas líneas.
Resulta necesario apuntar, como reconocimiento de la figura de Gabrielli, que su serie de ricercares aparece treinta años antes que las seis suites de Bach para violonchelo solo, que están consideradas como las piezas más destacadas del Barroco para este instrumento.
El otro protagonista de esta obra es Alessandro Scarlatti, presente en el disco a través de sus tres sonatas para chelo.
Curiosamente, el Scarlatti al que se asocia directamente con la música instrumental, y más en concreto con la sonata, es su hijo, Domenico.
El progenitor, por contra, ha pasado a la historia como creador de música para la voz: óperas (escribió más de cien) y cantatas (en torno a setecientas cincuenta).
No obstante, Alessandro le guardaba afición al violonchelo y nos dejó estos magníficos ejercicios instrumentales, sus sonatas, en los que el chelo actúa como solista, acompañado de bajo continuo.
Acompañando en el disco a Guadalupe López Íñiguez, se presentan Markku Luolajan-Mikkola, también interpretando el chelo; Olli Hyyrynen, en la guitarra y Lauri Honkavirta, tocando el clave.
Constituye una obra de singular belleza que muestra la capacidad expresiva que supo plasmar el violonchelo cuando inició su andadura como instrumento solista.
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