Hoy, Savall es un sabio sereno, que sabe urdir los lazos de la paz y el humanismo
Estos días pasados, Bogotá también ha sido ese paradójico llano a 2.625 metros de altura media, encerrado entre trancones de tráfico y nubes preñadas pero a la vez estériles de lluvia, por las que de vez en cuando se colaba un rayito de sol.
En ese ten con ten de tensiones machaconas, muchos se debatían entre acudir al Festival del Despecho o al de Música Sacra, que se cerró el domingo a cargo de Jordi Savall.
En el primero se daba rienda suelta a las bajas pasiones y a la carcundia liberadora del mal de amores.
Lo exorcizaban por ejemplo las hermanas Calle, autoras, entre otros éxitos de La Cuchilla, que dice así: «Si no me querés, te corto la cara, con una cuchilla de’sas de afeitar.
El día de tu boda te doy puñaladas, te arranco el ombligo y mato a tu mamá».
La paz que une voluntades se encontraba en cambio entre los arcos tensados de Savall para su viola de gamba, su rebab y su lira de arco. Instrumentos barrocos y medievales, que mostró como piezas de museo con vida propia y sonidos que nos trasladaban por el túnel del tiempo.
Primero lo hizo el sábado, acompañado de Marc Clos, que acentuaba los misterios de su percusión, entre tambores y castañuelas.
Al día siguiente, junto a dos músicos más de Hespèrion XXI –el guitarrista Eduardo Egüez y el arpista Andrew Lawrence-King-, puso en pie al arrebatado Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo, con un paseo por la armonía global que ha ido uniendo en bajo continuo el mundo desde el siglo XI.
Hoy, Savall es un sabio sereno, que sabe urdir los lazos de la paz y el humanismo, muy inspirado en lo que fue su paisano Pau Casals.
Su labor, su estudio ha alimentado el acervo de la mejor cara europea y mediterránea, oriental y latinoamericana, escarbando oscuros archivos donde la música duerme aún el sueño zombi de los sonidos callados.
Pero también late en él un virtuoso que a lo largo de más de 50 años ha construido todo un canon de interpretación para una inmensa variedad de instrumentos de cuerda, con el eje inagotable de su viola de gamba.
El idilio de Savall con Bogotá dura 45 años. La primera vez que tocó en Colombia era un joven evangelista de la viola, que había entrado en ese mundo remoto impulsado por su maestro colombiano, Rafael Puyana.
Hoy es una leyenda recuperada para la poderosa emergencia de un país que quiere comerse el futuro en paz.
Por eso, la presencia de Savall en el Festival de Música Sacra de la ciudad, dedicado a ese motivo, estaba plenamente justificada.
También la de sus cómplices y acompañantes: la del discreto y efectivo Clos, la de Eduardo Egüez, con su vihuela, su guitarra y finalmente la de un delicado y travieso Andrew Lawrence-King, a cargo del arpa barroca. Juntos se conjuraron para la ceremonia en penumbra de un riquísimo y sugerente programa musical en la que se fundían dentro de un diálogo consecuente danzas y folías antiguas, jácaras, gaurachas, pavanas y sarabandas que transportaban al tiempo a zocos árabes, callejuelas de barrio judío o mercados coloniales del remoto Perú.
Obras de Diego Ortiz, Santiago de Murcia, Pedro Guerrero, Antonio de Cabezón, Francisco Correa de Arauxo…, revolvían un fresco murmullo de pasado vigente. El momento dulce de Savall, se tradujo en un fastuoso dominio de sus instrumentos, en una silente pedagogía de la nobleza humana a través de la música. Su perpetuo empuje no para de crecer, sigue marcando época en el entorno de los repertorios más remotos y sin embrago más vivos. Representa un lujo de sabia idealista para tender todos los puentes que a cada paso se van minando.
Escrito por JESÚS RUIZ MANTILLA | ElPais
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